Sí, quizá, nos hayamos cargado definitivamente el termostato o la junta de culata. El caso es que aquí estamos, rodeados por un incendio difícil de sofocar, que, paradójicamente, nosotros mismos hemos provocado y que, a pesar de sus dimensiones, seguimos alimentando.
La calor. Llegados a cierto punto, a ciertos grados, en casa no hablábamos de «el calor» sino de «la calor». El calor, según las circunstancias, podía ser amable; «la calor», en absoluto. «La calor» era, es insufrible. Quizá sea esta la última, la penúltima, distopía: «esa calor» que se atrinchera en las calles y que tarda cada vez más en marcharse. La ola anterior duró 48 horas pero esta se ha prolongado sine die; apenas daba una pequeña, engañosa tregua de madrugada. El consistorio bilbaíno llegó a presentar una lista de 130 «refugios climáticos». El nombre es alarmante, de kit de supervivencia. No resulta difícil, visto lo que hemos vivido, imaginarnos encerrados en casas herméticas durante semanas, asomándonos tras los cristales a ciudades calcinadas. Quizás sea el mejor síntoma, el mejor indicador, la prueba del nueve de que seguimos evolucionando: una cultura, una civilización, es avanzada en la medida en que es capaz de adelantarse a los acontecimientos, de anticiparse a la realidad, a los riesgos del futuro inmediato y actuar en consecuencia: protegerse, maniobrar para esquivar la catástrofe, refugiarse, huir, armarse, tomar medidas. A esa inquietud tan humana respondieron y responden con mayor o menor acierto los adivinos, las vísceras de una cabra, el vuelo de algunas aves, las bolas de cristal, el catalejo, la ubicación de los castillos, los posos del café, los chequeos rutinarios, los naipes, la mirilla, las pruebas de antígenos y el Meteosat. Y especialmente los libros. Algunos como "El planeta inhóspito: La vida después del calentamiento", de David Wallace-Wells nos llevaban tiempo previniendo de la que estábamos liando. «Es peor, mucho pero de lo que imaginas» –dice en su primera línea–. «El nuevo mundo en el que nos adentramos será tan ajeno al nuestro que bien podría tratarse de otro planeta distinto» –nos advierte–. Es un ensayo completísimo, caleidoscópico. "Perdiendo la tierra" de Nathaniel Rich denuncia el negacionismo –también lo hay– climático; "Esto lo cambia todo", de Naomi Klein señala al capitalismo como principal responsable; nos gobiernan lobbies. Y las pelis. Difícil hacer una lista con las más visionarias en cuanto a cambio climático. No puede faltar "Waterworld", "Doce monos" ni "The road". Tampoco "Hijos de los hombres" ni, por supuesto, "Wall-e". No, avisos a navegantes ha habido de sobra. Y esa pandemia, ese período de reflexión del que dijimos –nos conjuramos aplaudiendo desde los balcones– que íbamos, sin lugar a dudas, a salir mejores no nos ha hecho ni siquiera replantearnos modelos de producción ni de consumo que se han demostrado completamente insostenibles. Hemos vuelto al punto de partida y a un relato de la realidad exclusivamente económico. Hemos desperdiciado ese tiempo muerto con el que podríamos haber dado un giro al partido. Sí, quizá, nos hayamos cargado definitivamente el termostato o la junta de culata. El caso es que aquí estamos, rodeados por un incendio difícil de sofocar, que, paradójicamente, nosotros mismos hemos provocado y que, a pesar de sus dimensiones, seguimos alimentando. Sí, cuando la temperatura era insufrible en casa decíamos «la calor que hace…»; «no salgas con esta calor». Estábamos, sin embargo, abonados a «el mar». No, no recuerdo que dijéramos «la mar», quizá porque veníamos de tierra adentro. Ama iba más allá y decía «la azúcar». En fin.
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